Ay, guataquita, a los yerberos no. A los yerberos no me los escuches, que esos sólo saben apostarse en los mercados para vender lo que es de todos. Yo te lo digo tan segura como que el campo le agradece al sol cada mañana su calorcito, sobre todo después de las noches largas, que quiere decir de las noches de invierno, en las que, de tanto frío que hace, el agua que sueltan las planticas al respirar se les pega en la boca, o en las bocas, porque las plantas tienen muchas bocas chiquirriticas que son como puntitos que apenas se ven y que están en las hojas, como en las hojas tiernas del plátano, que si las cueces con vino abren sus bocas y sueltan una salivilla turbia que alivia el moco de los ojos; o como en las hojas de la fruta bomba, que tienen un canuto largo y hueco que parece una boca pero no lo es. Algunos le dicen papaya a la fruta bomba pero yo no la llamo así porque así le decía el Ulpiano a mi papo cuando quería jodienda y me entra la roña al acordarme de cuánto le echo de menos; me lo mataron por mambí hace ya tantos años que casi se me borran sus gestos, aunque su voz no se me olvida, no, que aún le oigo recitar versitos en aquella vereda de Jimaguayú.
Ah, pero cállame, guataquita, que a esta negra le patina la razón cuando la lengua se le embarra con la memoria. Te decía de los yerberos y que tan segura como que me llamo Edilia que esos haraganes no saben del oficio otra cosa que cogerle planticas al campo para luego vender. Y los curanderos, que no sé yo por qué los llaman así, que lo que saben, si es que saben, lo esconden y luego, como yerberos, venden también el remedio y le añaden la brujería, que hay veces que hace bien, pero la usan igual para hacer mal. Tú los consejos guárdatelos, guataquita, que ya verás luego qué hacer con ellos; pero de esos que le ponen precio a los remedios no te fíes. Y es que está fuera del orden natural cobrar por curar a un semejante, sobre todo si el semejante es tan pobre como uno mismo.
Chema Nieto