en Secretos Confesables
a Lucía
.
Conocí a Nacho Vegas en el backstage de un concierto para sordos que organizamos en el invierno del 92.
Roberto Nicieza me llamó a finales de aquel verano para que fuera a escuchar a su grupo. Eran todos viejos amigos del colegio a los que hacía años que no veía. Fue emocionante. Tocaban en un garito del Rosal y apenas nos reunimos cuatro gatos aunque el concierto resultó buenísimo; estaban empezando, o casi, y tenían fuerza, ganas, gancho. Se hacían llamar Australian Blonde, por la canción de INXS.
Aquella noche acabamos de birras y de risas por el antiguo. Entre los cuatro gatos estaba Sarita, una chavala sordomuda simpatiquísima que nos decía por señas a Roberto y a mí que teníamos un acento muy gracioso. Nosotros, ahogados en su escote, intentábamos mirarle fijo a las manos mientras nos peleábamos por acaparar su atención. Ella hacía como que no se daba cuenta y se emocionaba en cambio contándonos cómo sentía la música vibrar en su pecho, aunque no la oyese. Y a nosotros nos emocionaba que se emocionase, nuestras miradas resbalando inevitablemente bajo su cuello.
A Roberto se le ocurrió entonces hacer un concierto para sordos; sin guitarras ni melodía, puro ritmo, apenas una batería potente y un bajo que hiciera vibrar los pechos –especialmente los de Sarita. Ella volvió a emocionarse y, sin saber cómo, a los pocos meses nos encontramos organizando en serio el espectáculo.
Fue por aquel entonces que apareció Nacho con unos bafles tremebundos. Era apenas un guajete, amigo de no sé quién, y nunca quedó muy claro de dónde había sacado aquellos trastos. Sonaban de miedo.
Lo recuerdo siempre en medio. Nos echó un cable con Alex y sus rimas. Alex rapeaba en lenguaje de signos y pretendíamos que sus manos se acompasasen al ritmo fibroso de nuestras canciones. Parecía misión imposible pero al final quedó flipante. De veras.
Roberto e Íñigo se encargaron de la batería y el bajo. Tuvimos que conseguirles unos auriculares de obra, de esos que se utilizan con los martillos neumáticos. Realmente queríamos hacer vibrar a la peña. En cuanto corrió la voz ningún bareto quiso saber nada de nosotros y así acabamos dando el concierto en un solar de Oviedo, cerca de Juzgados, donde solíamos reunirnos varios grupos.
Fue un éxito; doscientos sordos extasiados, botando como posesos, los ojos clavados en las manos de Alex, y Roberto e Íñigo baqueteando sin control y haciendo llorar las cuerdas.
Disfrutábamos como enanos pero la estridencia era exagerada. En algún momento, cuando el concierto iba rodado, dejé el control de sonido y me fui a la parte de atrás donde el ruido era algo más soportable. Allí me encontré con Nacho Vegas que me lanzó una birra nada más verme. Apenas había cruzado una palabra con él pero me caía bien el guaje, aunque ya entonces tenía esa mirada perdida y torcida con la que parecía acechar, siempre de reojo.
"Tú eres el médico", me gritó. Le guiñé un ojo y me senté a su lado mientras abría la lata de cerveza. Nacho siguió; "Asustarás a las viejas con esas pintas". Yo tenía una melena horrible, la barba siempre desaliñada y un guardapolvo negro que apenas me quitaba para dormir. Efectivamente, las asustaba. Pero no tanto. "Ya no", le dije, "Ahora las encandilo".
"Las viejas sienten un miedo antiguo por las barbas y la melena", comencé a contarle mientras me acomodaba entre un teclado y un destrozado acordeón. "Hace poco asusté a una vieja en el súper. Me ocurre a menudo. En cuanto me vio se aferró a sus tomates como si le fuera la vida en ello. La dejé en paz pero poco después me la encontré de nuevo en la consulta. Yo estaba de prácticas en el hospital, misma melena, misma barba. La vieja me contó sus dolores y no titubeó cuando me acerqué para auscultarla. Entonces no pude resistirme y le susurré: <por favor, deje a un lado la bolsa de la compra>. A la vieja le dio un rictus, se aferró a sus tomates y salió de la consulta mirándome sin pestañear, trastabillando que ya se encontraba mejor".
"Ya no me divierte asustar a las viejas. Ahora dejo que recelen un poco pero evito aterrorizarlas y no sé cómo ni por qué pero las abuelas se despiden encantadas. Desgraciadamente por ahora sólo me funciona con las viejecitas. Con el resto casi nunca. Y con las guapas jamás".
Nacho guardó silencio unos segundos y luego dijo, "¿Sabes? Esa mierda da para una buena canción". Esta vez fui yo quien le miró de reojo. Apuré el último sorbo de cerveza y nos levantamos para mezclarnos de nuevo con la gente. Aún nos dio tiempo para intercambiar alguna cita del Cohen, de Bob Dylan, de Lou Reed. No volví a saber de Nacho Vegas hasta muchos años después cuando una amiga me contó de sus discos y sus libros. No me extrañó.
La noche del concierto le perdí de vista en cuanto salimos del backstage; Roberto seguía tocando la batería para doscientos sordos; Nacho se refugiaría en algún rincón para traducir sus experiencias en canciones; yo perdí mis manos con el ruido del concierto. Las encontré algo más tarde susurrando ficciones en los neumáticos pechos de Sarita.
Y Sarita no se asustó.
Chema Nieto. La Botica del Indiano, Lugones, Septiembre 2007