De fondo suenan las variaciones Goldberg, de Glenn Gould. Un retorno a lo básico, supongo. Y al piano en particular. No en vano redescubro estos días que el teclado de una máquina de escribir es equivalente al de un piano, en mecánica y sensibilidad. Incluso en armonía. Y es que una nueva vieja Remington ha conseguido que me aparte un tanto de otros teclados de musicalidad más opaca, como el de mi ordenata, y así esta página se resiente, traicionada por la grasa, el papel fresco y el tiqui-taca-cling de la Remi.
Pero el encanto de la máquina excede el sentimentalismo de la cosa antigua y sobrepasa a la magia de su música, digna hija -o madre- de Bartók o Debussy. La forma de enfrentarse a la hoja en blanco es en todo diferente cuando te sientas ante la Remi. Lo primero y más sorprendente es que funciona así, sin más; no hay enchufe ni batería; no hay botón de on y off. Y una vez empiezas no hay corrección ni vuelta atrás; más que escribir, uno debe conversar con la Remi. Supongo que para aquellos que no sufren aún el síndrome del procesador de textos esto no significará gran cosa, y, sin embargo, es esta una de las características más increíbles de la máquina de escribir; su inmediatez.
No es exagerado decir que estoy emocionado. Pero hoy, que regreso a hurtadillas a esta página, no he podido resistirme y me he visto casi forzado a restituir, en parte al menos, el escenario ingenuo y estimulante de los bongobundos de los primeros días. Será por averiguarnos de nuevo en medio de alguna aventura. Como ya he dicho en alguna parte, un retorno a lo básico. O casi.
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