Santiago es una ciudad que fue creada para verse mojada. No tiene ningún sentido pasearse por ella cuando el sol arrecia, cuando no encuentras el reflejo agua marina sobre la piedra, cuando la luz no se filtra en cada gota rociando de arcoiris los paraguas.
Cuando mi madre y yo llegamos a Santiago, llovía. Entretanto Chemita preparaba su viaje a los estates. Yo nunca he estado allí, y no voy a decir que fue fácil decidirme entre la aventura de perderme en la gran manzana con Chema, o escaparme con mi madre a nuestra cuna familiar (mis abuelos, sus padres, son gallegos).
Cuando paseábamos por las callejuelas, mientras explorábamos los mesones calentando los huesos a golpe de tazas, pensaba en cuanto de distinto había sido nuestro viaje, más aventurero, más arriesgado, más nuevo... de pronto, cuando la lluvia amenazaba con calarnos el alma, la música nos guió a un soportal. Alli un solo músico, este músico, emitía su llamada indicándonos el único refugio en la tormenta.
Un grupo de turistas ateridos de frío buscaban monedas por entre los pliegues de sus chubasqueros y fue entonces cuando pensé que aquel momento, aquel rincón, era tan especial como cualquiera de nuestro viaje, de su viaje, de tu viaje, del viaje pasado o del siguiente...
Hay que guardar los momentos como monedas ocultas bajo chubasqueros, y estar siempre atentos porque pueden surgir cuando menos te lo esperas.
Eli