- ¿Qué te pongo?
- Euu... un par de cañas, por favor
De verdad, nunca me había imaginado que resultase emocionante pedir unas cervezas ¡pero es que hacía casi seis meses que no las pedía en castellano!
¡Acabamos de llegar a Ejpaña! Hemos cruzado nuestra última frontera y saludamos con alegría infantil a la guardia civil; ya hemos leído los periódicos y nos hemos encontrado con Maruja Torres (¡Vivan los médicos de Leganés!); acabamos de tomarnos unos pinchos en un bar de tapas, de ver un cartel de 'Repuestos Manolo', de saborear una San Miguel y de cagar en una taza blanca y patria. Olé.
Dadas las últimas coincidencias necrológicas (se nos murió el Papa el día que visitamos Roma y luego espichó Rainiero cuando llegamos a Mónaco -si, Anina, si, estábamos "en allí" también) decidimos recluirnos unos días en el Ampurdá catalán antes de visitar a ningún conocido -es posible que Pujol ahora se constipe o pille una gastroenteritis aguda pero tengo entendido que este lo aguanta todo (si, enteradillo, ya sé que es Maragall el mandamás en Catalonia (y por lo que leo en parte de Vascongadas también) pero lo nuestro son Magnicidios, y pa Magno, en Cataluña, Don Pujol).
A lo que iba; que en cuanto termine esta breve cuarentena esperamos veros a todos.
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De esta última etapa del viaje tenemos demasiado que contar, desde las aventuras sicilianas al descubrimiento de la costa tirrénica, de la conducción calabresa a las autopistas nortepisanas, de la Costa Azul a la Costa Brava. Tan sólo para que os hagáis una idea podéis intentar imaginar a Nino, abogado siciliano, cocinándonos macarrones de madrugada con el camping-gas de la furgo mientras Chicho, nuestro guía en Giogiosa Mare, hacía malabares; o la parrillada multitudinaria de fin de Pascua en casa de Pipo -el viejo terrateniente que había hecho fortuna en Sri Lanka, defensor de Berlusconi y al que le hicieron creer que nosotros éramos terroristas vascos; o podéis imaginaros la hoguera nocturna en la playa de cabo Calavá que anunciamos con bongos por todo el pueblo; o al viejo capo siciliano que conocimos en las salinas de Trepani, con la sonrisa tan bien puesta como el sombrero; o el día que nos perdimos entre los olivos del valle de los templos en Agrigento; o la botella de vino blanco que acompañó al festín de pescado en la Isola de les Femines; o las olas del mar Tirreno meciendo nuestro sueño en la furgo en una playa desierta; o los montes de Calabria sudando vino tinto; o el vértigo en los acantilados de Amalfi; o el amanecer por las callejuelas de Nápoles, la magia de la Piazza Navona en Roma, los jardines del Miracoli de Pisa, los rascacielos de Mónaco con fotos del Moyá, el azul intenso de la costa de Cannes o el verde del Empordá.
Demasiado, demasiado que contar.
En un pueblo llamado Colfelice, poco antes de llegar a Roma, descubrimos que ya estábamos en abril y nos empezó a entrar la prisa -el monedero hace tiempo que tiembla y la excedencia de Eli termina en mayo-, así que hicimos recuento; habíamos pasado diecisiete días en Sicilia y otros cinco en Calabria (aunque inicialmente pensábamos hacer todo el trayecto en menos de una semana). El tiempo se nos terminaba. Poco después, en la Piazza Navona, ya en Roma, nos despedíamos de casi seis meses de viaje repasando lugares y recordando amigos, desde los primeros días de Francia, de la amable Bretaña, a la Amberes de Ani y Moha; de Amsterdam a Berlín. Resonaban de forma especial Polonia, con el calor de Tomek y Areta, y la Sicilia de Nino y de Chicho, de Verónica, de Marcella y de tantos otros; urdíamos una hermandad periférica y bastarda que engarzaba a españoles, sicilianos y polacos; nos dejábamos abrazar por la nostalgia de Cracovia y por las risas de Giogiosa Mare. Roma nos saludaba; nosotros nos despedíamos.
Aquella misma noche murió el Papa; un Papa nacido en Cracovia que decide morirse en Roma la misma noche que dos españoles en Roma, después de seis meses de viaje, se despiden de Cracovia.
No voy a hacer aquí apología de la casualidad ni pretendo descubrir el significado oculto en los laberintos de la coincidencia. Hemos vivido en este viaje demasiados encuentros inesperados y sólo hemos conseguido imaginar a un dios cachondo que se ríe sin malicia mientras juega a enlazar destinos. La casualidad y la coincidencia nos persiguen, siempre, como sombras coloreadas que inventan sus propias formas y texturas. Hoy mismo nos encontramos en un pueblo de la Costa Brava, en un hotel encantador, sacudiéndonos el polvo de la carretera o el cansancio de los últimos días y preparándonos para volver a casa. El pueblo se llama La Escala. ¡Claro!
Pero disculpad esta digresión. Se nos va un poco la olla, tal vez incluso un poco más que de costumbre. Empezamos a notarnos cansados. El cansancio estos últimos días no tiene que ver con dormir en la furgo, con lavar y cocinar en lugares imposibles, con descubrir a cada paso lugares y personas inolvidables. No tiene que ver con echar de menos la bañera de casa, el abrazo de la mamá o las charlas con los amigos. Es un cansancio nuevo, intenso y a la vez liberador. Es un cansancio que nos hace dormir profundamente y soñar en multicolor. Es un cansancio conmovedor, una especie de estupor como en un despertar lento e irreal en el que la ilusión del sueño se mezcla con la consistencia tangible del despertador.
Sea lo que sea nos vamos desentumeciendo poco a poco, estirándonos en esta nueva o vieja realidad que nos lleva de vuelta a casa, despidiéndonos de la carretera y de su sueño lúcido, sutil, penetrante. Nos queda un aroma ambiguo y la sensación de que nada es como era hace seis meses aunque todavía, en este despertar progresivo, no sepamos muy bien qué es lo que notamos diferente; si somos nosotros o es el mundo a nuestro alrededor el que ha cambiado. O tal vez sólo sean nuestros ojos que ya no saben mirar como antes.
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